jueves, 4 de agosto de 2011

LA GRAN PRUEBA

Li Tse-Kiang era un hombre que, entre sus muchas virtudes y sus muchos defectos, adolecía de una muy común enfermedad del espíritu: la codicia. Su ambición por conseguir más y más estaba alimentada por la vanidad, pues disfrutaba de cierta reputación en su ciudad: todo el mundo sabía como se llamaba y alguna vez había oído que su nombre estaba en las conversaciones de sus vecinos. Todo ello lo había convencido de que el suyo era un destino especial, diferente del de los demás hombre, por lo que decidió convertirse en juez de los litigios de sus conciudadanos. Muchos eran candidatos a ocupar el puesto, pero ninguno de su valía, se repetía a sí mismo.
Cuando colgaron en un poste de la plaza del pueblo los resultados de las pruebas para acceder a juez, él estaba todavía desayunando en una taberna. Al enterarse, salió corriendo con la boca llena a comprobar que su nombre estaba entre los elegidos para el puesto. Buscó entre los nombres, y tal fue su disgusto al ver que no estaba, que sintió que sus sentimientos se removían en su estómago como si hubiera un terremoto. Intentó tragar el arroz empapado de vino que aún daba vueltas en su boca, pero, testarudo, quedó prisionero en su pecho. Notaba el nudo ahí, en el corazón, como un remordimiento. Empezó a sentirse mal: el sudor empapaba su frente y su piel se tornó blanca de repente; tuvo que tenderse en el suelo para no caer víctima de un mareo inoportuno. Sus amigos intentaron calmarlo con suaves palabras; le comentaron que no se preocupara, que siempre salían nuevas convocatorias para el puesto de juez. Él les confesó que ya no disponía de más dinero y ellos, enseguida, reunieron diez monedas para él.
Esa noche un hombre extraño se le apareció en sueños cantando una misteriosa canción:

Siempre hay alguien por encima de ti
que cura las tristezas y calma las angustias.
Habla con el laúd y juega con las palabras.
Un sauce costero es su morada,
no temas,
no te entristezcas
cuando se lance a las olas.


Al día siguiente, Li Tse-Kiang, paseando cabizbajo y pensativo por la orilla de un río, topó con un monje taoísta que estaba sentado bajo un sauce. Tras hacerle una reverencia, le pidió que le diera una medicina para su enfermedad.
- Te has equivocado de persona –contestó el sacerdote sonriendo-; yo no puedo curar enfermedades, sólo entrego melodías a quien recruza en mi camino.
Li Tse-Kiang se marchó no sin mostrar su decepción. Unos metros más allá se le iluminaron los ojos: ¡se trataba del hombre que se le había aparecido en sueño! Regresó al instante junto al monje y, arrodillándose, le ofreció a cambio de una melodía el dinero que sus amigos habían recogido para él. El sacerdote lo agarró e inmediatamente lo lanzó al río, ante lo que Li Tse-Kiang mostró su enfado.
- ¡Ajá! –replicó el sacerdote-. Eres un hombre necio. Esas piezas de metal ejercen sobre ti una poderosa influencia, y no dispones de suficiente fuerza para liberarte. No temas nada, encontrarás tu dinero en la orilla.
Li Tse-Kiang se giró hacia el lugar que señalaba el monje, momento que aprovechó éste para darle una fuerte palmada en la espalda mientras se lamentaba:
- Pobre hombre, si no tuvieras tu espíritu anclado en lo mundano…
Gracias al golpe, Li Tse-Kiang escupió el trozo de comida que todavía estaba aprisionado en su pecho. Se sintió profundamente aliviado y, al incorporarse para agradecerle al sacerdote el favor, éste ya había desaparecido.
Li Tse-Kiang encontró la bolsa con las monedas en el lugar que la había indicado el misterioso monje.

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